miércoles, 31 de octubre de 2012

Cambios, cambios, cambios...


Hay siempre algo problemático en los cambios. "El hombre es un animal de costumbres", dice el escritor Charles Dickens, y quizá su intención con dicha frase era ilustrar cómo verdaderamente los cambios resultan ser, pequeños o grandes, algo que parece no corresponder a nuestra "normalidad". Y, por lo mismo, resultan perturbadores. Existen personas que lidian de maravilla con ellos; en cada uno ven una oportunidad de mejorar, de adquirir algo nuevo, de crecer en una habilidad o en un conocimiento. Existen otros que, aunque para los anteriores también implica un esfuerzo de adaptación, en éstos se convierte en una labor titánica, un trance penosísimo, una situación que no les desean a nadie. Creo que, a mi pesar, entre estos extremos me sitúo yo.
La oportunidad de servir en una nueva comunidad es, creo, siempre un regalo. Aunque en un principio se echa de menos a la comunidad que se deja atrás en la encomienda (no en la querencia), poco a poco va uno agarrando cariño a la nueva situación. Pero hay qué admitir que no es fácil: conocer los rumbos donde se llevará a cabo el ministerio, entrar en confianza con los colaboradores, ubicar espacios, cada cosa y su lugar, las "maneras" que acá se tienen de hacer las cosas, el talante humano y espiritual de los fieles... Es como ir desgranando las cuentas de un rosario: hay qué armarse de paciencia, y por unos días o semanas "aguantar" la incomodidad de esa sensación de verse fuera de lugar, y a veces de tiempo. Pero cuando pasa este proceso necesario, llega una nueva emoción, comparable a la de los niños ante los regalos de la Navidad: ¿qué habrá en la caja? ¿Qué tiene Dios preparado para mí aquí y ahora?
Y creo que, para el hombre de fe, el cambio debe ser un kairós, un tiempo donde lo divino se hace presente. Alguno objetaría, en una visión estatista de Dios, que el cambio no va bien con alguien que se describe a sí mismo en la Sagrada Escritura como "el mismo ayer, hoy y siempre". Pero creo que no hemos captado la imagen. Más que un monolito, Dios es como un fuego siempre encendido, siempre en movimiento, pero siempre dando luz, siempre calentando. Por eso, cada cambio me "desinstala" de aquello que en realidad no soy y, sin dejar de ser lo que verdaderamente soy, me "sincronizo" con el Dios siempre cambiante, pero siempre Él mismo... ¡oh, gran paradoja!
Otro escritor, Fedor Mijailovich Dostoievski, ha dicho: "El hombre es un ser que a todo se acostumbra y ésta es la mejor de todas sus cualidades." Creo que esta cualidad, más que lo que hemos pensado, nos acerca a Dios, a su eterna juventud, a su eterna novedad, a su eterna vida.