sábado, 22 de diciembre de 2007

Navidad



No es el tiempo en el que más se reza,
sino en el que más se compra.

No es el tiempo en el que más nos arrodillamos,
sino en el que más nos adornamos y nos divertimos.

No es el tiempo en el que vivimos pendientes
de la señal de la estrella para encontrar al niño Dios,
sino pendientes de los anuncios de la televisión
y la propaganda para encontrar lo que deseamos
adquirir y lo que queremos estrenar.

¡Qué alteración de vida, qué frenesí en las calles,
qué tumulto en la tiendas! ¡Cuánta vanidad, compromisos,
felicitaciones y endeudamientos!

¡Cuanta sofocación y cuántos movimientos
llenan la tierra! ¡Y qué soledad, qué desolación,
qué intima paz llenan la gruta de Belén!

Las tiendas se abarrotan porque todos quieren “cosas”.
Y la gruta está vacía porque pocos quieren fe.

Todos están adorando su dinero y desperdiciando
la riqueza de su salvación.

¡Qué contagio colectivo produce la sed insaciable de “tener”!
Y qué lejos de todo parecen los preocupados por “ser”,
por entrar en su Navidad interior y ofrecer amor.

Hay culto de comercio, no adoración de Dios.

Hay religión de banquetes, no fuego de pesebre.

Hay fe de postalitas, no de espíritu divino.

Hay luces de foquitos, no de corazones encendidos.

Se abren las puertas para Dios ¡y entra el mundo!
Abren los salones para los ricos y se olvidan de los pobres
y de los tristes. Se pregona la gran verdad y parece
una gran mentira. Suenan las campanas, se prenden
los arbolitos, se aturden los hombres, todos comprometidos
con la sociedad pero desprevenidos del Salvador del Mundo.

Vivimos con sentido porque Cristo nace.
Ahí comienza nuestra salvación. Creemos con seguridad
porque se hizo hombre para traer una doctrina.
Caminamos con dirección porque desde su nacimiento
nos trajo luz para mirar y eje para sostenernos.

Pero nuestro afán es de mucho supermercado y poco templo,
muchas vidrieras y pocas “figuras”, muchos festejos… y poca reflexión.
Mucho trono, pero muy poco rey, mucho buscar y buscar
sin encontrar con qué llenarse.

Como si el alma fuera un paquetito con moño de regalo,
y el corazón, un ornamento de vitrina, y Dios,
una bonita historia sin trascendencia en nuestra vida.

Todos se apresuran a cumplir las órdenes de la moda
y de la sociedad, y pocos se detienen a meditar
en el mandamiento del amor y en el sentido del misterio.

Todos, en una doble Navidad, en un doble ramaje,
una doble cara, una doble postura, una doble antena.
Como si Cristo y el mundo moderno
se pudieran encasillar juntos para pasar la Navidad.

Hay cosas que no pueden fundirse ni empatarse, ni confundirse.
Cosas que se excluyen.

Porque no puedes arrodillarte y a la vez desenfrenarte.
No puedes rezar en la iglesia y a la vez aplaudir
el vicio fuera de ella; mirar el cielo y enlodar la tierra;
pararte en el mundo y disfrazarte de lo que te convenza.

No puedes decir que nace Cristo mientras tú te diviertes,
te insensibilizas, te disipas, te duermes.

Cristo estableció el amor. Cristo cambió las costumbres
por la conversión de la vida, y planeó la libertad
del cristiano y la luminosidad de la vida.

No hay más que una Navidad y un Nacimiento para llenar
los rincones de tu alma. No hay más que un niño Dios
para llevar la luz al fondo de tu corazón.
No hay más que una estrella para cuidar tus pasos.

Y si quieres proteger tu vida,
no hay más que esa gruta para resguardarte.

Hoy es el día de los niños, de las tradiciones,
de los pobres, de los desamparados. Del perdón espontáneo,
de la plegaria tibia, del corazón fuera del pecho,
de vaciar las alforjas, de pedir perdón…

¡Y lucirse en la caridad del Señor!

Zenaida Bacardí de Argamasilla

Que tengas una auténtica Navidad. De ésas que, más que regalos, dejan VIDA.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Juan y la espera del Señor


Estamos en tiempo de Adviento en la liturgia, y uno de los exponentes más representativos de este tiempo de espera y preparación del Señor y su gracia es San Juan Bautista quien, a la sazón, es el santo patrono de la comunidad parroquial en la que sirvo.

Este Segundo Domingo de Adviento, San Juan Bautista aparece como el que llama a la conversión: "Arrepiéntanse, porque el Reino de Dios está cerca". Y el Evangelio nos presenta la figura de Juan: el hombre penitente, sobrio, casi la personificación de ese arrepentimiento. Algo más me impacta en la figura de Juan: no mide las palabras al invitar a la conversión. Es más, no invita: demanda. Su palabra es como un poderoso rayo de luz que no deja escondrijo sin examinar, pecado sin evidenciar, mal sin denunciar. Y eso que él no es la luz, sino sólo un mensajero de la Luz.

"El tiene el bieldo en su mano, para separar el trigo de la paja...". Anuncia a aquél que viene, de una vez por todas, a arrancar la cizaña de nuestros corazones, al que por fin, pondrá las cosas en su sitio, el que, con su venida, obrará la transformación de nuestra pobre humanidad en algo más divino.

Adviento es, pues, el tiempo de abrirnos al que viene a renovar nuestra vida, a disipar las tinieblas de nuestros ojos, a arrancar las malas hierbas de nuestro jardín interior. Conversión es abandonar la ceguera que nos impide ver cuánto necesitamos de la Luz, dejar la debilidad que presumimos como una fortaleza en Sus Sagradas Manos para que de veras podamos luchar.

Quiera Dios, por intercesión de San Juan Bautista, concedernos la gracia de su Espíritu, para poder convencernos de nuestra indigencia y Su misericordia, de nuestra orfandad y de Su amor, para dar frutos dignos de Aquel que viene a salvarnos. ¡Ven, Señor Jesús!