sábado, 22 de diciembre de 2007

Navidad



No es el tiempo en el que más se reza,
sino en el que más se compra.

No es el tiempo en el que más nos arrodillamos,
sino en el que más nos adornamos y nos divertimos.

No es el tiempo en el que vivimos pendientes
de la señal de la estrella para encontrar al niño Dios,
sino pendientes de los anuncios de la televisión
y la propaganda para encontrar lo que deseamos
adquirir y lo que queremos estrenar.

¡Qué alteración de vida, qué frenesí en las calles,
qué tumulto en la tiendas! ¡Cuánta vanidad, compromisos,
felicitaciones y endeudamientos!

¡Cuanta sofocación y cuántos movimientos
llenan la tierra! ¡Y qué soledad, qué desolación,
qué intima paz llenan la gruta de Belén!

Las tiendas se abarrotan porque todos quieren “cosas”.
Y la gruta está vacía porque pocos quieren fe.

Todos están adorando su dinero y desperdiciando
la riqueza de su salvación.

¡Qué contagio colectivo produce la sed insaciable de “tener”!
Y qué lejos de todo parecen los preocupados por “ser”,
por entrar en su Navidad interior y ofrecer amor.

Hay culto de comercio, no adoración de Dios.

Hay religión de banquetes, no fuego de pesebre.

Hay fe de postalitas, no de espíritu divino.

Hay luces de foquitos, no de corazones encendidos.

Se abren las puertas para Dios ¡y entra el mundo!
Abren los salones para los ricos y se olvidan de los pobres
y de los tristes. Se pregona la gran verdad y parece
una gran mentira. Suenan las campanas, se prenden
los arbolitos, se aturden los hombres, todos comprometidos
con la sociedad pero desprevenidos del Salvador del Mundo.

Vivimos con sentido porque Cristo nace.
Ahí comienza nuestra salvación. Creemos con seguridad
porque se hizo hombre para traer una doctrina.
Caminamos con dirección porque desde su nacimiento
nos trajo luz para mirar y eje para sostenernos.

Pero nuestro afán es de mucho supermercado y poco templo,
muchas vidrieras y pocas “figuras”, muchos festejos… y poca reflexión.
Mucho trono, pero muy poco rey, mucho buscar y buscar
sin encontrar con qué llenarse.

Como si el alma fuera un paquetito con moño de regalo,
y el corazón, un ornamento de vitrina, y Dios,
una bonita historia sin trascendencia en nuestra vida.

Todos se apresuran a cumplir las órdenes de la moda
y de la sociedad, y pocos se detienen a meditar
en el mandamiento del amor y en el sentido del misterio.

Todos, en una doble Navidad, en un doble ramaje,
una doble cara, una doble postura, una doble antena.
Como si Cristo y el mundo moderno
se pudieran encasillar juntos para pasar la Navidad.

Hay cosas que no pueden fundirse ni empatarse, ni confundirse.
Cosas que se excluyen.

Porque no puedes arrodillarte y a la vez desenfrenarte.
No puedes rezar en la iglesia y a la vez aplaudir
el vicio fuera de ella; mirar el cielo y enlodar la tierra;
pararte en el mundo y disfrazarte de lo que te convenza.

No puedes decir que nace Cristo mientras tú te diviertes,
te insensibilizas, te disipas, te duermes.

Cristo estableció el amor. Cristo cambió las costumbres
por la conversión de la vida, y planeó la libertad
del cristiano y la luminosidad de la vida.

No hay más que una Navidad y un Nacimiento para llenar
los rincones de tu alma. No hay más que un niño Dios
para llevar la luz al fondo de tu corazón.
No hay más que una estrella para cuidar tus pasos.

Y si quieres proteger tu vida,
no hay más que esa gruta para resguardarte.

Hoy es el día de los niños, de las tradiciones,
de los pobres, de los desamparados. Del perdón espontáneo,
de la plegaria tibia, del corazón fuera del pecho,
de vaciar las alforjas, de pedir perdón…

¡Y lucirse en la caridad del Señor!

Zenaida Bacardí de Argamasilla

Que tengas una auténtica Navidad. De ésas que, más que regalos, dejan VIDA.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Juan y la espera del Señor


Estamos en tiempo de Adviento en la liturgia, y uno de los exponentes más representativos de este tiempo de espera y preparación del Señor y su gracia es San Juan Bautista quien, a la sazón, es el santo patrono de la comunidad parroquial en la que sirvo.

Este Segundo Domingo de Adviento, San Juan Bautista aparece como el que llama a la conversión: "Arrepiéntanse, porque el Reino de Dios está cerca". Y el Evangelio nos presenta la figura de Juan: el hombre penitente, sobrio, casi la personificación de ese arrepentimiento. Algo más me impacta en la figura de Juan: no mide las palabras al invitar a la conversión. Es más, no invita: demanda. Su palabra es como un poderoso rayo de luz que no deja escondrijo sin examinar, pecado sin evidenciar, mal sin denunciar. Y eso que él no es la luz, sino sólo un mensajero de la Luz.

"El tiene el bieldo en su mano, para separar el trigo de la paja...". Anuncia a aquél que viene, de una vez por todas, a arrancar la cizaña de nuestros corazones, al que por fin, pondrá las cosas en su sitio, el que, con su venida, obrará la transformación de nuestra pobre humanidad en algo más divino.

Adviento es, pues, el tiempo de abrirnos al que viene a renovar nuestra vida, a disipar las tinieblas de nuestros ojos, a arrancar las malas hierbas de nuestro jardín interior. Conversión es abandonar la ceguera que nos impide ver cuánto necesitamos de la Luz, dejar la debilidad que presumimos como una fortaleza en Sus Sagradas Manos para que de veras podamos luchar.

Quiera Dios, por intercesión de San Juan Bautista, concedernos la gracia de su Espíritu, para poder convencernos de nuestra indigencia y Su misericordia, de nuestra orfandad y de Su amor, para dar frutos dignos de Aquel que viene a salvarnos. ¡Ven, Señor Jesús!

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Marana tha



Y como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas
piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: "De todo lo que ustedes contemplan, un
día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido". Ellos le preguntaron:
"Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a
suceder?"
Jesús respondió: "Tengan cuidado, no se dejen engañar,
porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El
tiempo está cerca". No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones
no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el
fin".
(Lc 21,5-9)


Estamos terminando el año litúrgico, esto es, el ciclo anual en el que conmemoramos los misterios de la salvación, teniendo como centro a Cristo. Estos dos domingos próximos se nos habla de un aspecto muy importante de la vida cristiana: la espera de la segunda venida del Señor Jesucristo.

Como es conocido por muchos, ha habido grupos religiosos que se han aprovechado de la expectación en torno a este día glorioso, anunciando su llegada inminente. Algunos de ellos han llegado al extremo de llevar a los creyentes a quitarse la vida, para “recibir” al Señor que “ha llegado”.

Es necesario hacer notar que la Sagrada Escritura en ningún momento da fechas precisas ni sugiere algún momento determinado para descubrir cuándo ocurrirá el Día del Retorno del Señor, el Fin del Mundo. Las señales que presentan los Evangelios (guerras, terremotos, catástrofes, etc.) no hablan de un día determinado, sino de lo que caracteriza al tiempo de espera del Último Día: una fe que se vive en un mundo agitado por los conflictos humanos, por los sucesos de la naturaleza, por todas estas situaciones que nos manifiestan la limitación de la realidad actual para responder al anhelo de felicidad del ser humano. Resaltar estos elementos tiene como fin alentar la esperanza cristiana, recordarle al fiel cristiano que su felicidad y plenitud no se encuentra en este mundo, ni siquiera cuando todo parece marchar bien y en paz. "De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido". Todo lo que en esta vida nos ofrece seguridad, bienestar, cierta comodidad y gozo, un día será caduco, inútil, desechado, ante la grandeza y la plenitud de la vida nueva en Cristo Jesús, quien volverá a consumar su obra de salvación, destruyendo definitivamente al pecado, a la muerte, al dolor.

Si contemplamos nuestra vida, más allá de los conflictos internacionales y de las catástrofes naturales (situaciones ambas que no son nuevas ni propias de los últimos años), podemos descubrir que nuestra fe se desarrolla en medio de situaciones de alegría y de tristeza, de logros y fracasos, de esperanza y de sufrimiento. Tenemos ciertas seguridades (nuestros “Templos de Jerusalén”) y, al mismo tiempo, señales que nos recuerdan que nuestra vida no es tan plenamente satisfactoria como debería de ser. Junto al gozo experimentado no tarda en aparecer la desolación ante ciertas situaciones. Todo esto nos debe mover a dirigir nuestra mirada hacia el Señor Resucitado, hacia el Vencedor del pecado y de la muerte, y elevar nuestra plegaria: Marana tha, ¡Ven, Señor!

Esperemos, pues, el Retorno del Señor, no con temor, sino con alegría y con una esperanza viva, que se esfuerza para presentarle al Señor un mundo mejor al que Él nos encargó hace casi dos mil años, con la confianza de que Él concluirá la obra que hoy nos encomienda realizar, y que no es sino continuación de aquello que su amor divino ha venido realizando en nosotros desde los tiempos antiguos, aún antes de darse a conocer a Abraham y a los patriarcas de Israel.

¿Cuándo regresará el Señor? El “cuándo” no preocupa realmente para aquel que busca amar a Dios, con todo su corazón, hoy y siempre. Si ya amamos al Señor, si ya buscamos con tesón seguir el camino que Cristo nos enseñó, ¿inquieta si el Último Día llega mañana? Realmente no, porque el Señor ya está con nosotros, porque ya nos mueve a amar, porque hoy nos impulsa a construir un mundo mejor. Cuando llegue, que el Señor nos encuentre viviendo en el amor a Él y a los demás. Ésa es la mejor plegaria para apresurar su venida, su plena victoria sobre la muerte y el pecado, la plenitud de su Reino.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Ser responsables en lo que comunicamos.

Estos días he visto, con tristeza, cómo en algunos medios locales y nacionales se abunda en la descalificación a personas que ejercen o han ejercido un cargo de elección popular. Me asombra (ojalá nunca pierda esta capacidad) la facilidad con la que se vierten comentarios, sobre todo en contra, haciendo leña del árbol caído, claro está, sin pruebas más contundentes que las opiniones o las noticias “de oídas” de otros. Se advierte cómo, en muchos de esos casos, no se trata de dar a conocer un hecho de interés público, sino de hacer dinero vendiendo noticias “de colores”, de captar al lector/consumidor de novelas baratas (es impresión dan muchas notas que, curiosamente, son de las que más abundan) para que engruese los ingresos de los propietarios de los medios (de algo tienen qué comer, dicen los que los compadecen).
Desde el día en que fui invitado a participar, de manera muy sencilla, en este medio de comunicación, cada vez que me pongo ante la computadora y me hago la pregunta: “¿qué puedo compartir ahora?”, siento en mis hombros la gran responsabilidad que implica plasmar unas palabras que van a llegar por este conducto a mucha gente. No es fácil encontrar siempre un tema adecuado, interesante, actual, que enriquezca, un poco al menos, al buen lector; es recurrente la tentación de pintar un poco de amarillo el comentario, “p’a que resalte”. Y, a pesar de la dificultad y el compromiso que todo esto implica, no dejo de agradecer a Dios la oportunidad que este medio me brinda para intentar, lo menos, iluminar el camino de quien es mi compañero de andares, tú, querido lector, y siempre con una luz que no es mía; la luz de Cristo, de su Espíritu, que habla en y por la Iglesia.
Precisamente, el año pasado, el Papa Benedicto XVI, en la 40ª. Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, en el mensaje alusivo expresaba: «El llamado a los medios de comunicación de hoy a ser responsables, a ser protagonistas de la verdad y promotores de la paz que ella conlleva, supone numerosos desafíos. Aunque los diversos instrumentos de comunicación social facilitan el intercambio de información, ideas y entendimiento mutuo entre grupos, también están teñidos de ambigüedad. Paralelamente a que facilitan “una gran mesa redonda” para el diálogo, algunas tendencias dentro de los medios engendran una forma de monocultura que oscurece el genio creador, reduce la sutileza del pensamiento complejo y desestima la especificidad de prácticas culturales y la particularidad de la creencia religiosa. Estas son distorsiones que ocurren cuando la industria de los medios se reduce al servicio de sí misma o funciona solamente guiada por el lucro, perdiendo el sentido de responsabilidad hacia el bien común. Así pues, deben fomentarse siempre el reporte preciso de los eventos, la explicación completa de los hechos de interés público y la presentación justa de diversos puntos de vista».
Este párrafo tan denso ofrece algunos conceptos interesantes para la reflexión:
a) Ser responsables, protagonistas de la verdad y promotores de paz: el sopesar y aceptar las consecuencias de nuestros actos, de lo que decimos, lo que exponemos, buscando que éstas ayuden a la verdad y la paz, es el reto. Decir cualquier cosa, sin fundamento, sin medir efectos, eso lo hace cualquiera.
b) Ambigüedad: los medios de comunicación sirven para bien o para mal. En sí mismos tienen un valor, pero aún éste puede quedar descalificado si usamos para fines mezquinos o contrarios al bien común esta gran herramienta.
c) El gran peligro de los medios: olvidarse que su finalidad está al servicio del bien común.
d) Reporte preciso de los eventos (salir de la opinión, del “me parece”, del comentario que va más allá del hecho y que, simplemente, es expresión de los prejuicios del comunicador); la explicación completa de los hechos de interés público (esto último no tiene nada qué ver con el morbo, esto es, el interés malsano por personas o cosas); la presentación justa de los diversos puntos de vista (la ausencia de esto hace que la noticia o el comentario sea tendencioso, interesado, servil a cualquier fin, frecuentemente deshonesto o sencillamente sórdido).
Mi abuela Elena, de feliz memoria, solía repetir mucho un refrán popular: “tanto peca el que mata la vaca como el que le amarra la pata”. Aunque la mayor responsabilidad sobre lo que se comunica y cómo se comunica en los medios la tenemos los directamente involucrados en su ejercicio, también es cierto que, en una sociedad tan consumista como la nuestra, la responsabilidad del lector/consumidor es grande. No es bueno para la sociedad (decimos, “para nuestros hijos”) alimentar ambientes donde la calumnia, la difamación, el comentario ocioso, la palabra hiriente, las medias verdades, los prejuicios que se gritan, representen el grueso de nuestras conversaciones, de lo que recibimos, de lo que manejamos en la propia comunicación interpersonal.
Recordemos, finalmente, aquella advertencia de Jesús: “Pero les aseguro que en el día del Juicio, los hombres rendirán cuenta de toda palabra vana que hayan pronunciado. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt 12,36-37). La palabra es un gran regalo de Dios al hombre, pero también es una gran responsabilidad. De todos y de cada uno.

sábado, 13 de octubre de 2007

Regresando de avivar el fuego

Esta semana pasada estuvimos de retiro los padres de la zona pastoral… incluido su servidor. Siempre disfruto estos momentos de encuentro con Dios y con los hermanos en el orden sagrado, ya que, en la experiencia con ambos, renuevo mis ganas de ser lo que soy, a lo que Dios me ha llamado, y descanso y me divierto compartiendo momentos padrísimos con los otros sacerdotes.
¿Qué hacemos en estos retiros? Un poco de todo: rezamos, celebramos juntos la Eucaristía, descansamos (un poco más que de costumbre, jejeje), nos cansamos jugando fútbol (todavía corremos poquito, aunque he de reconocer, con cierta pena, que los años no pasan en balde, y que lo que podíamos en el seminario, en plena juventud, ahora ni en sueños, jejejeje), compartimos experiencias de la vida pastoral, recibimos charlas de reflexión…
Y a propósito de las charlas que nos compartió esta ocasión un padre jesuita, hubo varias cosas que me llamaron la atención. En una de las charlas, por ejemplo, el padre compartía varias actitudes que se le piden al sacerdote y al fiel cristiano en el mundo de hoy, tan competitivo y dado a calificar las cosas con el criterio de la eficacia. Y no son nada del otro mundo: tener buen humor, capacidad de superar las frustraciones, tener claridad en la meta que se busca para no andar de aquí para allá, y seguir aprendiendo a confiar en uno mismo, esto es, en las capacidades y dones que Dios nos ha dado. Son actitudes que parecen muy sencillas, pero que ciertamente encierran su grado de dificultad. Por ejemplo, hoy es raro ver a la gente de buen humor, poniéndole buena cara a la vida. Muchos vivimos (me incluyo) fijándonos en los problemas, en los retos que pone la vida… y sufriendo el estrés y la tensión de “dar el kilo” en los diversos ámbitos de nuestra vida. Y en esta lucha, a veces, quizá demasiadas ocasiones, nos perdemos el disfrute de la vida que Dios nos regaló, y que Él quiere que disfrutemos.
Es bueno, en resumen, es importantísimo darse estos espacios de descanso, recreación y convivencia, sobre todo en la circunstancia de un mundo tan ajetreado que, de dejarlo, nos esclaviza y de por sí no nos los brinda. No es un lujo, es una necesidad.
Y claro, ya regresando… ¡a darle a la obra del Señor!
P. D. Gracias a todos los que estuvieron en oración, acompañándonos en esta experiencia. Dios les pague, mejor que Él, nadie.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Una caminata nocturna

Martes. Diez y media de la noche. Salgo de cenar de un restaurante cercano a la plaza principal, adonde he ido después de estudiar un poco (unas tres horas, más o menos) de teoría del conocimiento, para las clases de filosofía que imparto a un grupo de seminaristas. Se me antoja caminar un rato y, ya estando en actitud meditativa, y dispuesto a metabolizar los ricos croissant que he degustado, emprendo el andar.
Casi inmediatamente percibo el olor fétido de unos contenedores para basura, de ésos que abundan en el centro, propiedad de algunos negocios de la zona. Pienso en la campaña de limpieza que han emprendido nuestras autoridades municipales, y cómo todavía nos falta mucho por hacer. Y cómo en ello, la limpieza de cada uno, de lo que en lo personal hacemos, contribuye al bienestar de todos. Y cómo Dios quiere para sus hijos lo mejor, un orden de cosas que, tanto en el entorno material como en la vida interior, haya orden, limpieza. ¿Dios querría una ciudad en las condiciones que está en la que vivimos? ¿De veras le podemos echar la culpa de las limitaciones y dificultades que entraña para nosotros?
Camino sobre la banqueta, como es mi costumbre. Mis tobillos – ya no en tan buenas condiciones como antaño – resienten la diferencia de niveles en la acera, ocasionados, muchas veces, por las rampas de entrada a las cocheras o estacionamientos de los negocios. ¿No habrá pensado, el que puso esa rampa, la dificultad que imponía a toda persona que transita por enfrente de su propiedad? Y no lo pienso por mí, sino por personas que de veras se les dificulta, como personas grandes de edad, que abundan en la zona. ¡Qué egoístas somos! ¡Y cuánto algo tan cotidiano y al parecer insignificante, puede afectar al otro, que camina frente a mi puerta! Y pienso cómo el cariño, el respeto por el otro, se demuestra en esos pequeños detalles, donde se revela nuestro amor o nuestro individualismo, esto es, el tomar en cuenta sólo mi bienestar. ¡Cómo contradice esto a los planes de Dios!
Llego a una esquina. Un conductor en su auto me cede el paso para cruzar la calle. Le agradezco y percibo que es alguien que me conoce. Le saludo. Es una amiga que no veía hace días. ¿Cuántas personas no pasan por nuestra vida y, si nos descuidamos, podemos perdernos de su riqueza, de aquello que Dios les ha regalado y de lo que Dios nos da para darles? Tengo – pienso – qué visitar a esos amigos abandonados, y pronto.
Más adelante, encuentro a una familia que cierra su negocio y se dispone a ir a cenar y descansar. Los saludo y, después de una breve charla, sigo mi camino. ¡Qué bendición, pero también qué responsabilidad! Un porqué luchar – una familia – y un hacer con sentido, con un fin valioso – el trabajo – y, sin embargo, ¡cómo cuestan! Pienso en todas esas familias, ya en sus casas, reponiéndose de las labores del día. Pido a Dios que las bendiga.
Una botella de refresco vacía, tirada solamente a un paso del pequeño bote para basura en el poste. ¡Cómo nos empeñamos en mantener el desorden! ¡Cómo nos atan nuestras viejas costumbres! No sin dificultad – los que me conocen pueden suponer cuál – me inclino, tomo el envase y lo pongo en su lugar. No he salvado el planeta, pero al menos algo hice el día de hoy al respecto.
Un recorrido intencionalmente planeado en u por varias calles me acerca nuevamente a mi casa, también cerca de la plaza principal. Me da tristeza percibir de nuevo ese olor que no inspira a nadie a caminar por el centro de la ciudad por placer. Y pienso en que quizá y ése no sea el único motivo. La inseguridad – real o producto de cierta psicosis actual - tiene a mucha gente en sus casas desde temprano. ¿Cómo poder hacer esta ciudad más segura? Lo cierto es que no es justo dejárselo todo a Dios o al gobierno. Hay qué trabajar unidos para hacer que nuestra ciudad deje de ser amenazante aún para nosotros mismos, quienes la habitamos.
Ya en la plaza, escucho la campana del viejo reloj de la iglesia parroquial. Son las once de la noche. ¡Cuántas cosas nos podrían contar esas viejas campanas! Quizá nos hablarían de tantos hombres y mujeres que, acudiendo con perseverancia al templo, han sacado luz y fuerza para hacer de esta ciudad, de su gente, la comunidad trabajadora y recia que es hoy. Pienso en sus rostros, transfigurados ante la presencia del Señor en la misa, que parten hacia la vida cotidiana del trabajo duro, de la convivencia con propios y extraños, resueltos a vivir su fe, la cual les pide que se comprometan en la construcción de una sociedad donde todos tengamos cabida, donde toda persona sea feliz, donde los de aquí y los de fuera convivan en armonía, y que sea antesala de la Gran Casa del Padre Celestial. Pido a Dios que nos siga ayudando en esta tarea que parece titánica, utópica, una feliz pero irreal ilusión, pero que no es tanto si Él nos acompaña.Llego a mi casa. A la casa de los sacerdotes. Gracias a Dios la cena ya no se siente pesada. Puedo disponerme a mis últimas oraciones y descansar. Porque mañana temprano, yo también, si el Padre Misericordioso me lo permite, me afanaré, desde temprano, en poner mi granito de arena – bastante pequeño, en realidad – para que esta gran ciudad, con su gran gente, estemos más cerquita de lo que Dios quiere, en su gran amor, para nosotros.

martes, 18 de septiembre de 2007

Pescadores de hombres (parte II)

La continuación...

Pescadores de hombres (parte I)

Aquí un video vocacional editado por la Conferencia Episcopal Norteamericana. Como diría alguien de la raza: P'a que se den un quemón de lo grande de ser sacerdote (a ver si alguien de mis cuatro lectores se anima, jejejeje)

martes, 4 de septiembre de 2007

Una reflexión extraña… y triste.

Hace unos días, su servidor, estando de vacaciones, estaba disfrutando de la compañía de unos amigos sacerdotes, y acordamos vernos en un conocido centro comercial de la ciudad de Monterrey. Este lugar se precia de tener – cosa rara en este tipo de lugares – una capilla donde habitualmente se celebra la misa, según lo escrito en los carteles dispuestos a la entrada de la misma. Una iniciativa que, hasta aquí, merece elogios para quienes se preocuparon – quiero pensar que lo dueños – de tener este espacio en un sitio donde, obviamente, no se va a encontrarse con Dios como intención principal. Hacer al Señor encontradizo para que el otro “se lo tope” es labor de todos los cristianos, sobre todo, claro está, con nuestra forma de vivir.

Sin restarle mérito a lo anterior, hay algo que, tristemente, empaña dicha iniciativa, de por sí buena. La capilla está, digamos, escondida, fuera del tráfico habitual de la gente dentro del espacio comercial y, por lo mismo, solamente se topan con ella dos tipos de personas: las que intencionalmente se dirigen a ella… o quienes van a los sanitarios. ¡Sí! El mismo pasillo lleva a quien quiera deliberadamente transitar por él, por un lado, a la puerta de la susodicha capilla y, por el otro, a las entradas de aquellos lugares a quienes la necesidad fisiológica que ustedes suponen reclama.

El sitio del culto junto al lugar de la necesidad fisiológica… ¿No hacemos eso mismo con Dios en nuestras vidas – cuando menos, en ciertas ocasiones – al ponerlo en el rincón, en ese sitio medio apartado, en el lugar a donde vamos cuando la “necesidad espiritual” – una enfermedad, un consejo, una ayuda divina, un milagro – apremia? ¿No reservamos el tiempo de encuentro con el Señor para cuando “nos den ganas”, como en otras muchas otras cosas “de ganas”?

No quiero caer en una injusta generalización. Sé que hay muchos fieles cristianos y católicos que se esfuerzan cotidianamente en poner al Señor en el centro de sus vidas, de sus intereses, de sus proyectos, de sus anhelos, de su mente y su corazón. Pero acaso – sólo es un pensamiento, algo que se me ocurre – y, ¿no será esta capilla junto a unos sanitarios un indicativo, un botón de muestra de lo que pasa en el común de la sociedad secular, casi atea, sin credo, sin ideologías – según esto, para que quepamos todos, creamos lo que creamos, como en escuela pública – que ha “arrumbado” a Dios, a la fe, al rincón, para “usarla cuando venga la necesidad”? ¿Qué pasó con la fe de aquellos hombres y mujeres que, cuando fundaban una comunidad – como pasó con la nuestra, cuando se mudó a su sitio actual – primero buscaban el sitio para el templo y, luego, a partir de éste hacían el trazo de todo lo demás?

“Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.” (Mt 5, 14-16). Hacer brillar la luz que hay en nosotros, para que el mundo sea llenado por esa luz, que es Cristo. No podemos conformarnos con la capilla junto a los sanitarios, en el pasillo escondido. Debemos poner al Señor en el centro de nuestras vidas, de nuestras comunidades. El rincón no va ni con Cristo ni con los cristianos.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Ser signo

Casi termino un libro bastante bueno, de teología, y más específicamente, de teología del sacerdocio ministerial. Hoy leí unos párrafos acerca del celibato sacerdotal -es decir, el porqué no nos casamos los curas, dicho a modo popular y vagamente-.

Ciertamente, como comenta el autor, el celibato viene a ser, antes que cualquier cosa, un carisma dado por Dios. Ya lo decía Jesús: "Algunos eligen no casarse por causa del Reino de los cielos. Quien pueda entender esto, que lo entienda" (Mt 19,12). Y es claro que no a todos les entra la idea loca de que es mejor no casarse, pues así se está más disponible para la obra del Reino. Hoy, incluso, hay quienes afirman que debiera hacerse el celibato opcional para los sacerdotes, para que no faltaran tantos como hoy en día. Pero más allá de los funcional y lo útil que pudiera ser, ¿no se estaría perdiendo un signo que hoy en día es necesario para remarcar a los demás que existe algo más que buscar los bienes de este mundo, algo más por lo que vale la pena dejar algo tan valioso como lo es la vida matrimonial?

Y es que hoy por hoy, ser signo es algo muy devaluado en nuestra mentalidad utilitarista, que a todo busca sacarle una función práctica, material, algo que "deje ganancia" en este mundo. Partidarios ciegos del dicho "vale más pájaro en mano que ciento volando", aún cuando, al poseer a uno, se renuncie a ciento que vuela y, con ellos, a algo muchísimo mejor.

Un buen cristiano no se conforma con lo que el mundo le puede ofrecer. Busca lo que la esperanza en la vida eterna da. Y en esa búsqueda, el sufrimiento, la pobreza, la renuncia, incluso el fracaso según los criterios del mundo pueden ser compañeros de camino del creyente.

A mí, como sacerdote, en la renuncia al matrimonio por el Reino, Dios me pide ser signo de que vale la pena dejarlo todo por seguir al Señor, aún cuando muchos no vean más allá de lo que esta vida les ofrece. A cada cristiano, con una vida austera, humilde, entregada en el servicio desinteresado, sin dejarse envolver por los afanes de este mundo y buscando en la vida diaria "el Reino de Dios y su justicia", Dios le pide ser ese signo de la vida venidera que esperamos recibir del Señor cuando venga a dar a cada uno según sus obras.

¿Eres signo? ¿Te distingues en algo de quienes no tienen fe o viven como si no la tuvieran? ¿Manifiestas, de alguna manera, que la felicidad no está en esta vida?

martes, 24 de julio de 2007

Participar de la misa


Parte importante de nuestra vida de fe y de integración a la comunidad de la Iglesia la basamos la mayoría de los católicos en la asistencia a misa. Para muchos de nosotros, al menos a partir de un cierto grado de compromiso en el vivir como cristianos, nos resulta molesto no asistir a misa, al menos cada domingo. No somos los más, tristemente, pero eso hace notar que una forma muy importante de manifestar el ser creyentes está en la participación en la “liturgia dominical”. Y ciertamente que sería muy “pobre” nuestro compromiso cristiano si lo evaluamos a partir de la asistencia a misa, como sería, por otro lado, injusto decir que si alguien no va con absoluta y “religiosa” fidelidad a la Eucaristía de cada domingo, no tiene o no vive su fe. Entonces, ¿es relativa la asistencia a misa? ¿Cuándo sí y cuándo no?

Para responder a lo anterior, antes debemos entender qué es la liturgia. ¿Conoces el término? De ser afirmativo, quizá y te falte, como a muchos, precisarlo más. Esta palabra se asocia a los ritos que se efectúan en la Iglesia: misas, bodas, bautismos, oraciones por los difuntos… y, por ello, algo así como propio del sacerdote, del “cura”. La verdad, este término es muy antiguo: los griegos lo usaban para designar un servicio a favor de la comunidad. Con liturgia la Iglesia designa, ni más ni menos, el servicio de la redención, es decir, de la liberación de la esclavitud del pecado y sus consecuencias, que Cristo ha obrado en su entrega al Padre, primero en la obediencia de su voluntad hasta llegar a la donación de su vida en la cruz, obra que continúa realizando por y en su Iglesia.

Dice la enseñanza de la Iglesia: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz’, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla… Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.”

Liturgia, hoy, pues, es el rescate que Cristo sigue obrando en los hombres y mujeres de nuestro mundo, y que se concentra, se manifiesta y se hace eficaz en su Iglesia, para que todos, libres del pecado, podamos unirnos a Dios y vivir la unidad entre nosotros, en el camino hacia la unidad plena en el cielo.

Y claro que, algo tan grande y que no depende de “mi fuerza particular” o de “mis buenas obras”, sino de la fuerza salvadora de Cristo, no la podemos encerrar solamente en “asistir a misa”. Pero, sin embargo, la misa es la concentración de la vida del cristiano, ofrecida “por Cristo, con Él y en Él” al Padre, como dice el salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116, 12-13).

Esto implica, pues, que el católico, si asiste a misa, lo haga “llevando qué ofrecer”, es decir, la ofrenda que Dios espera de nosotros: una vida recta, humilde, conforme al Evangelio, impregnada de su gracia, de un genuino esfuerzo por adherirnos a Él por medio del cumplimiento de su Palabra.

¡Qué triste sería llegar a la celebración de la Eucaristía y entonar, en el momento de la presentación de los dones, con justa correspondencia con la vida, ese desafortunado canto: “no tengo nada que ofrecerte, no encuentro en mí qué presentar…”! Porque la misa no es primordialmente “ir a recibir”, sino, “entregar”, “ofrecer”. Es unirnos a Cristo en su entrega al Padre.

Y a partir de esta última afirmación podemos entender por qué no se vale simplemente llevar una vida recta, buena, hasta amorosa quizá, y decir “yo no necesito ir a misa para ser bueno”. Porque nuestras obras, por muy bien intencionadas y realizadas, nunca tendrán, por sí mismas, la capacidad de salvarme. Si así fuera, ¿para qué murió Jesús? Ha habido gente buena desde antes de su nacimiento. Pero Jesús hace que nuestra vida se convierta en la ofrenda salvadora que necesitamos, que nos da la fuerza para vencer el pecado, para no caer en las tentaciones, y sobre todo, para amar más allá de nuestras humanas fuerzas (y debilidades).

¿Vale la pena, pues, ir a misa cada semana? Claro que sí. ¿Y me voy al infierno si falto una vez? Muy probablemente no. Pero no son pocas las veces que una falta lleva a otra, y a otra, hasta caer en una asistencia esporádica, de “ocasión especial”. Pero tampoco se vale ir a misa nomás por ir. A la acción simbólica de ofrecer la vida en la misa, debe acompañarla la acción real de ofrecer mi vida a semejanza de Cristo todos los días, a cada momento, en obediencia al Padre bajo la guía del Espíritu Santo.

La próxima vez que asistas a misa, en el momento en que el sacerdote coloca el pan y el vino sobre el altar, junto al pan, pon simbólicamente, desde tu corazón, tus buenas obras, tus esfuerzos por amar, por hacer de este mundo y quienes lo habitamos algo mejor y feliz; y, junto al vino, tus sacrificios, tus dolores, tus lágrimas, tus sufrimientos. Deja que Jesús sea quien los ofrezca al Padre, para que tu vida valga la pena, o mejor aún, valga la Sangre Preciosa de Cristo, tu Redentor.

martes, 10 de julio de 2007

Creer hoy, ¿es igual que antes?


"Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. El me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes." (Jn 16, 12-15)
Durante el novenario de las fiestas patronales, pude constatar, con cierta tristeza, que la participación de la gente en torno a las peregrinaciones y celebraciones fue muy poca, en proporción con las personas que forman nuestra comunidad parroquial. Pareciera como si aquellos que dicen profesar la fe católica, ante la posibilidad de manifestarla y celebrarla en un momento tan significativo para la comunidad y no hacerlo, en realidad no “creen”. O al menos, surge la pregunta: ¿por qué?
Y pienso que quizá y todo comience con el hecho de que la vivencia y la expresividad de la fe no es la misma en nuestros días, que como la vivieron nuestros padres y abuelos. Lo que en un momento dado a los que hoy están cargados de años les satisfizo para anunciar, celebrar y compartir la fe, hoy las nuevas generaciones lo ven con recelo, o con una simple indiferencia. Los papás se quejan de que los hijos no los han seguido en sus prácticas religiosas. Los jóvenes juzgan ciertas prácticas como de “cosas de viejitas”, o como algo que solamente les toca realizar “a las de la vela perpetua”, y con esto último muchas veces se excusan de prácticas que incluso la doctrina cristiana considera vitales, “obligatorias” desde un punto de vista normativo, como la asistencia a misa todos los domingos, por ejemplo.
Ciertamente que la riqueza de la fe y su pervivencia a través de diferentes épocas y culturas, nos dan la pauta para hacer una importante distinción: no es lo mismo lo que creemos, que cómo lo expresamos y lo vivimos. Aunque en lo segundo, las formas de hacerlo deben corresponder al contenido de lo que creemos y nos ha sido revelado en Cristo (nunca, por lo mismo, va a ser válido según nuestra fe expresar nuestra fe mediante la violencia, pues fe y violencia son incompatibles, por ejemplo), esto no excluye la posibilidad de encontrar, crear nuevas maneras de que nuestra fe logre fortalecerse, expresarse, vivirse como un tesoro, con alegría.
En este sentido, lo que ya indicaba el Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, a los obispos latinoamericanos, esto es, la necesidad de una evangelización nueva en sus métodos, nueva en su ardor, nueva en su expresión (Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 de marzo de 1983), debe ser una breve pero significativa guía para los católicos de hoy, que queremos ser fieles practicantes de nuestra fe.
¿Me basta, nutre, vivifica, la forma en que anuncio o me es anunciada la fe? ¿Me basta, nutre, vivifica cómo la celebro individualmente o en comunidad? ¿Me impulsa realmente mi fe a vivir en amor a Dios y en servicio a mis hermanos? Y en el cómo anuncio, celebro, y vivo mi fe, ¿la vivo como auténticamente es, sin componendas, sin negociaciones de “esto sí, esto no”? ¿Qué sería vivir la fe con nuevo ardor? ¿Qué nuevos métodos puedo idear para una profesión más viva de la fe en mí? Si no “me late” salir en peregrinación, ¿de qué otra forma o medio puedo disponer para manifestar la fe, en lo que creo?
Cada uno de nosotros, católicos, como integrantes de la Iglesia de Cristo, tenemos el deber de ir impulsando los cambios que hagan que nuestra fe siga siendo motor de vida en todos los ámbitos de la vida personal y de la sociedad. Si esperamos que “la inercia” o “lo que digan los sacerdotes” sean suficientes, grande va a ser la desilusión y el debilitamiento de nuestra fe. Recordemos: todos hemos recibido el Espíritu, y él habla muchas veces por las inquietudes y deseos de nuestro corazón, seamos consagrados o no, máxime si estamos unidos a Dios. Dejemos que el Espíritu de Dios hable a través de cada uno, y juntos construyamos las nuevas formas por las que nuestra fe siga creciendo y dando vida a nuestra comunidad y a cada uno de nosotros.

domingo, 24 de junio de 2007

¡Fiesta!

Hoy tenemos la dicha de tener nuestra fiesta patronal. La comunidad a la que sirvo, de más de 90,000 habitantes, tiene 4 parroquias, y la nuestra, dedicada a San Juan Bautista, es la Iglesia Madre, por lo que la fiesta se vuelve el festejo no oficial de toda la ciudad.
Este año, quizá y no brille como en años anteriores ( y no lo digo porque ahora yo no sea el encargado de la kermés, sino porque ha habido muchos factores, desde su preparación, que han contribuido a ello). Pero eso no quita que sea nuestra fiesta, y que tengamos el compromiso para nuestra comunidad de contribuir a que se celebre de manera digna y gozosa.
Este año tuve la iniciativa de hacerme cargo de la parte devocional-espiritual (peregrinaciones, misa, etc.). Y, a pesar de que hubo la intención de hacer participar a la gran parte de la comunidad, la verdad es que pude experimentar que nos falta muuuucho para que realmente se involucre la mayoría de los fieles en el festejo. Por la kermés, no hay problema, pues los números artísticos que se presentan en el teatro del pueblo son atractivos y "jalan" gente; pero, tristemente, la asistencia a las peregrinaciones y las misas sí fue bastante parca, para el número de habitantes de nuestra ciudad y de los que nos decimos fieles católicos practicantes en ella.
Como pastor, me queda clara una cosa: hay qué trabajar más para lograr que los fieles de nuestra comunidad nos sintamos familia, y de veras hagamos nuestros estos y otros momentos de la vida de fe de la comunidad. Es una tarea de años, y se vislumbra ardua. Les pido sus oraciones para que nosotros, los pastores presentes y futuros de esta comunidad, sepamos ir guiando al rebaño hacia la vivencia de una fe más comprometida, hacia la construcción de una iglesia verdaderamente viva.

sábado, 23 de junio de 2007

Una familia de paz


Este pasado martes 19 de Junio, el cardenal Renato Martino, presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, dio a conocer que el tema elegido por el Papa Benedicto XVI para la 41ª. Jornada Mundial por la Paz, a celebrarse el 1º de Enero del 2008, es “Familia humana: comunidad de paz”. Y en estos días, en que traemos muy “de moda” el tema de la paz, puede ser interesante reflexionar acerca de este tema.




A propósito del mismo, el arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco Vicente, en una carta dirigida a sus fieles en la preparación del Encuentro Mundial de la Familia, que se celebró en su arquidiócesis el 2003, señala muy atinadamente: “Educar para la paz en el seno fundamental (la familia) es esencial. No se trata de dar grandes lecciones, sino la palabra justa para que los hijos comprendan la gravedad y maldad que encierran las acciones violentas y la grandeza de la paz y el perdón.” Esto puede darnos un primer indicio de lo que significa la paz en nuestras familias.




No solamente es importante la postura “ideológica” frente a la paz; es fácil decir que estoy en contra de las guerras entre naciones, por ejemplo, pero esa idea puede convivir, en mi familia, con actitudes de verdadera intolerancia y hasta violencia, de modo que, aunque diga que estoy en contra de las guerras, sigo promoviendo una guerra “en chiquito” en el seno de mi hogar cuando no tolero las diferencias entre los diferentes miembros de la familia y eso me lleva a agredir a los otros. Porque la gravedad y maldad que encierran las acciones violentas y la grandeza de la paz y el perdón no solamente se manifiestan en los actos y decisiones que atañen a naciones, sino que aparecen también en la forma de vivir y de relacionarse de una simple familia, por más “común y corriente” que sea.




¿De veras, en mi familia, en cada uno de sus actos, se vive el valor del perdón, de la tolerancia? ¿Nos queda claro a cada uno de los que la formamos que la violencia, la agresión, la venganza, no son el camino?




Cada familia tiene una enorme responsabilidad ante la sociedad entera, pues en ella es donde se forman las personas con sus valores, sus vicios, sus virtudes, las cosas a las cuales les da importancia, su manera de hacer las cosas. Y es un hecho que si bien la violencia, el no respetar al otro, la intolerancia puede parecer al principio juego de niños (como el niño que roba y no le dan un castigo apropiado, o que dice maldiciones y hasta se lo festejan), con el tiempo van formando parte de la estructura de la personalidad de un adulto, con todas las repercusiones que ello conlleva.




Encontré en Internet algunas sencillas recomendaciones para que las familias puedan crear un ambiente familiar sin amenazas:




Manteniendo una comunicación abierta.

Permitiendo que cada persona exprese su opinión abiertamente, y asegurando que todos escuchen en lugar de juzgar. Escuchar fomenta hablar, y hablar dejar saber a todos los miembros de la familia lo que es importante y valorado.

Enseñando amabilidad siendo amable. Necesitamos ser firmes y amables. Los niños necesitan reglas firmes y una guía acertada, clara y con respeto. No es necesario gritar las reglas.

Respetando las relaciones familiares. Esto significa respetar a los niños como personas. Los niños aprenden respeto por observaciones y demostraciones.




Aún y cuando pueda parecer poco, cada uno de estos consejos puesto en obra es un buen inicio para cultivar la paz, primero en nuestras familias, y que de ahí se extienda a la sociedad.

lunes, 18 de junio de 2007

Comenzando...




Éste es la primera entrada de este blog. ¿Por qué participar de esta experiencia? Creo que tengo mucho qué compartir, y de alguna manera, creo que es un llamado de Dios a ello. Sí, soy creyente, muy creyente; y además, sacerdote católico; pero, aunque este blog inicie bajo el amparo -según mi fe- por iniciativa divina, no solamente hablaré de cosas relativas a la doctrina católica. Algunas veces comentaré de acontecimientos que me pasan o suceden alrededor mío. Otras, hablaré de cosas muy relacionadas con la fe católica. Pero -y aquí si me disculparé con algunos-, como no puedo dejar de ser lo que soy -y por gracia de Dios-, indudablemente aparecerá la visión del hombre, del mundo y de Dios que tengo como católico. Inicia, pues, esta aventura.