viernes, 21 de septiembre de 2007

Una caminata nocturna

Martes. Diez y media de la noche. Salgo de cenar de un restaurante cercano a la plaza principal, adonde he ido después de estudiar un poco (unas tres horas, más o menos) de teoría del conocimiento, para las clases de filosofía que imparto a un grupo de seminaristas. Se me antoja caminar un rato y, ya estando en actitud meditativa, y dispuesto a metabolizar los ricos croissant que he degustado, emprendo el andar.
Casi inmediatamente percibo el olor fétido de unos contenedores para basura, de ésos que abundan en el centro, propiedad de algunos negocios de la zona. Pienso en la campaña de limpieza que han emprendido nuestras autoridades municipales, y cómo todavía nos falta mucho por hacer. Y cómo en ello, la limpieza de cada uno, de lo que en lo personal hacemos, contribuye al bienestar de todos. Y cómo Dios quiere para sus hijos lo mejor, un orden de cosas que, tanto en el entorno material como en la vida interior, haya orden, limpieza. ¿Dios querría una ciudad en las condiciones que está en la que vivimos? ¿De veras le podemos echar la culpa de las limitaciones y dificultades que entraña para nosotros?
Camino sobre la banqueta, como es mi costumbre. Mis tobillos – ya no en tan buenas condiciones como antaño – resienten la diferencia de niveles en la acera, ocasionados, muchas veces, por las rampas de entrada a las cocheras o estacionamientos de los negocios. ¿No habrá pensado, el que puso esa rampa, la dificultad que imponía a toda persona que transita por enfrente de su propiedad? Y no lo pienso por mí, sino por personas que de veras se les dificulta, como personas grandes de edad, que abundan en la zona. ¡Qué egoístas somos! ¡Y cuánto algo tan cotidiano y al parecer insignificante, puede afectar al otro, que camina frente a mi puerta! Y pienso cómo el cariño, el respeto por el otro, se demuestra en esos pequeños detalles, donde se revela nuestro amor o nuestro individualismo, esto es, el tomar en cuenta sólo mi bienestar. ¡Cómo contradice esto a los planes de Dios!
Llego a una esquina. Un conductor en su auto me cede el paso para cruzar la calle. Le agradezco y percibo que es alguien que me conoce. Le saludo. Es una amiga que no veía hace días. ¿Cuántas personas no pasan por nuestra vida y, si nos descuidamos, podemos perdernos de su riqueza, de aquello que Dios les ha regalado y de lo que Dios nos da para darles? Tengo – pienso – qué visitar a esos amigos abandonados, y pronto.
Más adelante, encuentro a una familia que cierra su negocio y se dispone a ir a cenar y descansar. Los saludo y, después de una breve charla, sigo mi camino. ¡Qué bendición, pero también qué responsabilidad! Un porqué luchar – una familia – y un hacer con sentido, con un fin valioso – el trabajo – y, sin embargo, ¡cómo cuestan! Pienso en todas esas familias, ya en sus casas, reponiéndose de las labores del día. Pido a Dios que las bendiga.
Una botella de refresco vacía, tirada solamente a un paso del pequeño bote para basura en el poste. ¡Cómo nos empeñamos en mantener el desorden! ¡Cómo nos atan nuestras viejas costumbres! No sin dificultad – los que me conocen pueden suponer cuál – me inclino, tomo el envase y lo pongo en su lugar. No he salvado el planeta, pero al menos algo hice el día de hoy al respecto.
Un recorrido intencionalmente planeado en u por varias calles me acerca nuevamente a mi casa, también cerca de la plaza principal. Me da tristeza percibir de nuevo ese olor que no inspira a nadie a caminar por el centro de la ciudad por placer. Y pienso en que quizá y ése no sea el único motivo. La inseguridad – real o producto de cierta psicosis actual - tiene a mucha gente en sus casas desde temprano. ¿Cómo poder hacer esta ciudad más segura? Lo cierto es que no es justo dejárselo todo a Dios o al gobierno. Hay qué trabajar unidos para hacer que nuestra ciudad deje de ser amenazante aún para nosotros mismos, quienes la habitamos.
Ya en la plaza, escucho la campana del viejo reloj de la iglesia parroquial. Son las once de la noche. ¡Cuántas cosas nos podrían contar esas viejas campanas! Quizá nos hablarían de tantos hombres y mujeres que, acudiendo con perseverancia al templo, han sacado luz y fuerza para hacer de esta ciudad, de su gente, la comunidad trabajadora y recia que es hoy. Pienso en sus rostros, transfigurados ante la presencia del Señor en la misa, que parten hacia la vida cotidiana del trabajo duro, de la convivencia con propios y extraños, resueltos a vivir su fe, la cual les pide que se comprometan en la construcción de una sociedad donde todos tengamos cabida, donde toda persona sea feliz, donde los de aquí y los de fuera convivan en armonía, y que sea antesala de la Gran Casa del Padre Celestial. Pido a Dios que nos siga ayudando en esta tarea que parece titánica, utópica, una feliz pero irreal ilusión, pero que no es tanto si Él nos acompaña.Llego a mi casa. A la casa de los sacerdotes. Gracias a Dios la cena ya no se siente pesada. Puedo disponerme a mis últimas oraciones y descansar. Porque mañana temprano, yo también, si el Padre Misericordioso me lo permite, me afanaré, desde temprano, en poner mi granito de arena – bastante pequeño, en realidad – para que esta gran ciudad, con su gran gente, estemos más cerquita de lo que Dios quiere, en su gran amor, para nosotros.

1 comentario:

hna. josefina dijo...

¡Hola!
Es la primera vez que vengo.
¡Muy lindo tu blog!
¡Volveré! y ¡gracias por visitar el mío!