martes, 24 de julio de 2007

Participar de la misa


Parte importante de nuestra vida de fe y de integración a la comunidad de la Iglesia la basamos la mayoría de los católicos en la asistencia a misa. Para muchos de nosotros, al menos a partir de un cierto grado de compromiso en el vivir como cristianos, nos resulta molesto no asistir a misa, al menos cada domingo. No somos los más, tristemente, pero eso hace notar que una forma muy importante de manifestar el ser creyentes está en la participación en la “liturgia dominical”. Y ciertamente que sería muy “pobre” nuestro compromiso cristiano si lo evaluamos a partir de la asistencia a misa, como sería, por otro lado, injusto decir que si alguien no va con absoluta y “religiosa” fidelidad a la Eucaristía de cada domingo, no tiene o no vive su fe. Entonces, ¿es relativa la asistencia a misa? ¿Cuándo sí y cuándo no?

Para responder a lo anterior, antes debemos entender qué es la liturgia. ¿Conoces el término? De ser afirmativo, quizá y te falte, como a muchos, precisarlo más. Esta palabra se asocia a los ritos que se efectúan en la Iglesia: misas, bodas, bautismos, oraciones por los difuntos… y, por ello, algo así como propio del sacerdote, del “cura”. La verdad, este término es muy antiguo: los griegos lo usaban para designar un servicio a favor de la comunidad. Con liturgia la Iglesia designa, ni más ni menos, el servicio de la redención, es decir, de la liberación de la esclavitud del pecado y sus consecuencias, que Cristo ha obrado en su entrega al Padre, primero en la obediencia de su voluntad hasta llegar a la donación de su vida en la cruz, obra que continúa realizando por y en su Iglesia.

Dice la enseñanza de la Iglesia: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz’, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla… Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.”

Liturgia, hoy, pues, es el rescate que Cristo sigue obrando en los hombres y mujeres de nuestro mundo, y que se concentra, se manifiesta y se hace eficaz en su Iglesia, para que todos, libres del pecado, podamos unirnos a Dios y vivir la unidad entre nosotros, en el camino hacia la unidad plena en el cielo.

Y claro que, algo tan grande y que no depende de “mi fuerza particular” o de “mis buenas obras”, sino de la fuerza salvadora de Cristo, no la podemos encerrar solamente en “asistir a misa”. Pero, sin embargo, la misa es la concentración de la vida del cristiano, ofrecida “por Cristo, con Él y en Él” al Padre, como dice el salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116, 12-13).

Esto implica, pues, que el católico, si asiste a misa, lo haga “llevando qué ofrecer”, es decir, la ofrenda que Dios espera de nosotros: una vida recta, humilde, conforme al Evangelio, impregnada de su gracia, de un genuino esfuerzo por adherirnos a Él por medio del cumplimiento de su Palabra.

¡Qué triste sería llegar a la celebración de la Eucaristía y entonar, en el momento de la presentación de los dones, con justa correspondencia con la vida, ese desafortunado canto: “no tengo nada que ofrecerte, no encuentro en mí qué presentar…”! Porque la misa no es primordialmente “ir a recibir”, sino, “entregar”, “ofrecer”. Es unirnos a Cristo en su entrega al Padre.

Y a partir de esta última afirmación podemos entender por qué no se vale simplemente llevar una vida recta, buena, hasta amorosa quizá, y decir “yo no necesito ir a misa para ser bueno”. Porque nuestras obras, por muy bien intencionadas y realizadas, nunca tendrán, por sí mismas, la capacidad de salvarme. Si así fuera, ¿para qué murió Jesús? Ha habido gente buena desde antes de su nacimiento. Pero Jesús hace que nuestra vida se convierta en la ofrenda salvadora que necesitamos, que nos da la fuerza para vencer el pecado, para no caer en las tentaciones, y sobre todo, para amar más allá de nuestras humanas fuerzas (y debilidades).

¿Vale la pena, pues, ir a misa cada semana? Claro que sí. ¿Y me voy al infierno si falto una vez? Muy probablemente no. Pero no son pocas las veces que una falta lleva a otra, y a otra, hasta caer en una asistencia esporádica, de “ocasión especial”. Pero tampoco se vale ir a misa nomás por ir. A la acción simbólica de ofrecer la vida en la misa, debe acompañarla la acción real de ofrecer mi vida a semejanza de Cristo todos los días, a cada momento, en obediencia al Padre bajo la guía del Espíritu Santo.

La próxima vez que asistas a misa, en el momento en que el sacerdote coloca el pan y el vino sobre el altar, junto al pan, pon simbólicamente, desde tu corazón, tus buenas obras, tus esfuerzos por amar, por hacer de este mundo y quienes lo habitamos algo mejor y feliz; y, junto al vino, tus sacrificios, tus dolores, tus lágrimas, tus sufrimientos. Deja que Jesús sea quien los ofrezca al Padre, para que tu vida valga la pena, o mejor aún, valga la Sangre Preciosa de Cristo, tu Redentor.

martes, 10 de julio de 2007

Creer hoy, ¿es igual que antes?


"Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. El me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes." (Jn 16, 12-15)
Durante el novenario de las fiestas patronales, pude constatar, con cierta tristeza, que la participación de la gente en torno a las peregrinaciones y celebraciones fue muy poca, en proporción con las personas que forman nuestra comunidad parroquial. Pareciera como si aquellos que dicen profesar la fe católica, ante la posibilidad de manifestarla y celebrarla en un momento tan significativo para la comunidad y no hacerlo, en realidad no “creen”. O al menos, surge la pregunta: ¿por qué?
Y pienso que quizá y todo comience con el hecho de que la vivencia y la expresividad de la fe no es la misma en nuestros días, que como la vivieron nuestros padres y abuelos. Lo que en un momento dado a los que hoy están cargados de años les satisfizo para anunciar, celebrar y compartir la fe, hoy las nuevas generaciones lo ven con recelo, o con una simple indiferencia. Los papás se quejan de que los hijos no los han seguido en sus prácticas religiosas. Los jóvenes juzgan ciertas prácticas como de “cosas de viejitas”, o como algo que solamente les toca realizar “a las de la vela perpetua”, y con esto último muchas veces se excusan de prácticas que incluso la doctrina cristiana considera vitales, “obligatorias” desde un punto de vista normativo, como la asistencia a misa todos los domingos, por ejemplo.
Ciertamente que la riqueza de la fe y su pervivencia a través de diferentes épocas y culturas, nos dan la pauta para hacer una importante distinción: no es lo mismo lo que creemos, que cómo lo expresamos y lo vivimos. Aunque en lo segundo, las formas de hacerlo deben corresponder al contenido de lo que creemos y nos ha sido revelado en Cristo (nunca, por lo mismo, va a ser válido según nuestra fe expresar nuestra fe mediante la violencia, pues fe y violencia son incompatibles, por ejemplo), esto no excluye la posibilidad de encontrar, crear nuevas maneras de que nuestra fe logre fortalecerse, expresarse, vivirse como un tesoro, con alegría.
En este sentido, lo que ya indicaba el Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, a los obispos latinoamericanos, esto es, la necesidad de una evangelización nueva en sus métodos, nueva en su ardor, nueva en su expresión (Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 de marzo de 1983), debe ser una breve pero significativa guía para los católicos de hoy, que queremos ser fieles practicantes de nuestra fe.
¿Me basta, nutre, vivifica, la forma en que anuncio o me es anunciada la fe? ¿Me basta, nutre, vivifica cómo la celebro individualmente o en comunidad? ¿Me impulsa realmente mi fe a vivir en amor a Dios y en servicio a mis hermanos? Y en el cómo anuncio, celebro, y vivo mi fe, ¿la vivo como auténticamente es, sin componendas, sin negociaciones de “esto sí, esto no”? ¿Qué sería vivir la fe con nuevo ardor? ¿Qué nuevos métodos puedo idear para una profesión más viva de la fe en mí? Si no “me late” salir en peregrinación, ¿de qué otra forma o medio puedo disponer para manifestar la fe, en lo que creo?
Cada uno de nosotros, católicos, como integrantes de la Iglesia de Cristo, tenemos el deber de ir impulsando los cambios que hagan que nuestra fe siga siendo motor de vida en todos los ámbitos de la vida personal y de la sociedad. Si esperamos que “la inercia” o “lo que digan los sacerdotes” sean suficientes, grande va a ser la desilusión y el debilitamiento de nuestra fe. Recordemos: todos hemos recibido el Espíritu, y él habla muchas veces por las inquietudes y deseos de nuestro corazón, seamos consagrados o no, máxime si estamos unidos a Dios. Dejemos que el Espíritu de Dios hable a través de cada uno, y juntos construyamos las nuevas formas por las que nuestra fe siga creciendo y dando vida a nuestra comunidad y a cada uno de nosotros.