En las culturas antiguas, incluida la romana, se practicaba
la esclavitud. Aquel que era capturado en una batalla, por ejemplo, tenía dos
opciones, o moría a manos de su enemigo, o era vendido como esclavo, como servus. Sería, pues, en esta
circunstancia, muy difícil relacionar la condición de servus con la de estar alegre. Y esto, precisamente, porque era una
condición contraria a la libertad: la persona quedaba sujeta, sometida, a la
voluntad del amo, sin posibilidad de decidir su camino.
Servir hoy, sin ser formalmente una esclavitud, comporta
ciertamente este rasgo de “no ser libres”, de someterse a algo o alguien.
Implica estar sujeto a una condición, una tarea, una relación. Y si bien la
idea de que podemos ser totalmente “libres”, esto es, hacer lo que queramos,
cuando queramos y cómo queramos, es una verdadera fantasía, hay situaciones determinadas
donde la persona concreta, comprometida en un “servicio”, quisiera hacer algo y
no lo puede hacer, o lo hace pero bajo ciertas condiciones que no ha
establecido por sí misma. La pregunta es: ¿cómo puede ser compatible la alegría
en una situación así?
La pregunta es válida, incluso cuando no todas las
situaciones concretas de “servir” nos presenten estas dificultades, porque la
cuestión no es si puedo estar sirviendo alegremente algunas veces y otras no.
Apunta a una actitud estable y permanente en el servicio. ¿Es esto posible?
Es, en verdad, un reto, incluso en el contexto de nuestra
vida de fe. El Señor Jesús nos indica en su palabra: “Si ustedes aman sólo a
quienes los aman, ¿qué premio merecen? También hacen lo mismo los recaudadores
de impuestos. Si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario?
También hacen lo mismo los paganos” (Mt 5,46-47).
Cuando San Jerónimo tradujo la Sagrada Escritura al latín,
englobó los conceptos que se refieren a las acciones de trabajo público o
privado, voluntarias o no, incluso los de las tareas en el ámbito religioso, en
el término servare, de donde surge
nuestro servir. Esta palabra
originalmente se refiere al trabajo de los esclavos. Incluso lo utiliza cuando
habla de los trabajos que, voluntariamente, podemos realizar a favor de los
demás y de Dios. Esto es significativo, pues esta simplificación en las
palabras ocurre en nuestra existencia: nuestra vida es, en realidad, queramos o
no, una esclavitud; y en lo que hacemos, se refleja a qué amo servimos.
San Pablo describe la vida de los cristianos como una
libertad y una esclavitud: “Ahora, libres del pecado y esclavos de Dios, su
fruto es una consagración que desemboca en la vida eterna” (Rom 6,22). Una
esclavitud peculiar, que será la que defina la vida del cristiano. Sea esclavo
o libre en la vida social, siempre deberá ser un esclavo del Señor: “Esclavos,
obedezcan a sus amos corporales, escrupulosa y sinceramente, como si sirvieran
a Cristo; no por servilismo o para halagarlos, sino como siervos (douloi = esclavos) de Cristo que cumplen con toda el alma
la voluntad de Dios (Ef 6,5-6). Incluso los “libres” habitantes de Roma, son
exhortados por San Pedro a ser esclavos de Cristo: “Como hombres libres, que no
usan de la libertad para encubrir la maldad, sino más bien como servidores (douloi = esclavos) de Dios,
honren a todos, amen a sus hermanos, respeten a Dios, honren al rey” (1 Pe
2,16-17).
Si somos esclavos, pues, ¿de dónde brota nuestra alegría al
servir? De que lo somos de Cristo, y no del mundo, o de nuestros placeres, o de
un determinado sistema económico, o político, o de una determinada persona, por
más buena que sea. De saber que no hay libertad más plena que servir a Cristo.
¿Cuál es la alternativa a ser esclavos? Estar muertos, y
hablamos ahora de una muerte más profunda, una verdadera frustración absoluta y
eterna de la vida que hemos recibido por Dios. Por eso nuestro servicio,
nuestra esclavitud, es una gran alegría: implica la permanencia en la vida, la
promesa de la vida eterna. “Así como los hijos de una familia tienen una misma
carne y sangre, también Jesús participó de esa condición, para anular con su
muerte al que controlaba la muerte, es decir, al Diablo, y para liberar a los
que, por miedo a la muerte, pasaban la vida como esclavos” (Heb 2,14-15).
La alegría, pues, de nuestra esclavitud, de nuestro
servicio, no es un estado de ánimo, sino un estado de la persona. Es el
“viviendo” de aquellos que se saben rescatados por Cristo y orientados a servirle
en los hermanos, por amor, obrando en libertad para el bien. No obstante, este
“viviendo” comporta contrariedades, momentos de tristeza, de hastío, de enojo, de
desilusión, y demás situaciones que exigen de nosotros una respuesta en el
amor, en el servicio, que refleje nuestra gratitud al Redentor, nuestra alegría
porque nos ha hecho sus siervos al rescatarnos de la muerte. El filósofo
Emmanuel Mounier lo expresa así: “No hay camino (...) que no pase por la
encrucijada de la Cruz. La alegría no le es negada (a la persona): constituye
el sonido mismo de su vida. Pero la felicidad tranquila no es alegría. (...)
Esta doble condición, donde la alegría existencial está mezclada con la tensión
trágica, hace de nosotros seres de respuesta, responsables.” (Revolución personalista y comunitaria).
Servir con alegría es, pues, como amar, una decisión, la
respuesta a la obra de Dios en nosotros, el “sí” que nos amarra a su plan de
amor por la humanidad y que define nuestros pensamientos, palabras, y acciones,
los cuales comportan “los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien, a pesar
de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació
de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp
2,5-7).
Es muy conocida la anécdota aquella de la Madre Teresa,
cuando es visitada por un periodista que observa las tareas que realiza en el
cuidado de los enfermos terminales en Calcuta, algunas de ellas en realidad
repugnantes. En un momento determinado, el periodista le dice a la religiosa:
“yo no haría eso que usted hace, ni por un millón de dólares”. A lo que ella
repuso: “ni yo tampoco”. La frase: “Todo lo hacemos por Jesús”, es su máxima y
la de su Congregación. Y debiera ser la declaración de cada fiel servidor
alegre del Señor.